Por Juan Martín Staffa
Argentina
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En lo que va del nuevo milenio, los fanáticos del terror se han encontrado con innumerables joyas del cine de horror japonés, tales como "Ringu" (1998), "Audition" (1999), "Ju-on" (2000), "Kairo" (2001) o "Noroi" (2005), muchas de las cuales han tenido sus pertinentes remakes estadounidenses –con resultados más bien patéticos– o bien han abierto las puertas de la industria hollywoodense a sus realizadores.
Sin embargo, el horror cinematográfico japonés tiene una larga tradición que lo ubica como una influencia directa e insoslayable del actual cine de terror europeo así como de la mejor década que ha conocido el terror occidental: los setenta. Títulos como "Jigoku" (1960), "Kwaidan" (1964) o "Yabu no naka no Kuroneko" (1968) evidencian no sólo un gran talento para contar historias simples a la vez que muy terroríficas, sino también un interés por temas fundamentales del cine japonés en su totalidad, como el respeto por las tradiciones, las creencias religiosas y los aspectos idiosincráticos más profundos de dicha cultura.